Dios era un enorme agujero por donde se perdía la última calle de esta ciudad.
Volaban y venían de él algunas palabras mías y de los otros, semejantes a mosquitos que entran y salen por una ventana abierta.
Yo era una rata.
Hojarasca, bolsas de nylon, afiches borrados, agua de las terrazas.
–No estoy solo – me decía –. No estoy solo.
Flotaba hacia él. Parado sobre un trozo de cartón, seguía a un barco de papel blanco iluminado por la luna.

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